A Destiempo
“Contar un cuento es un milagro. Algo tan inexplicable como respirar, como abrazar a alguien, como enamorarse. Algo que puede ocurrir sólo de vez en cuando, aunque nunca sepamos si este estremecimiento fue el aleteo de un ángel o una corriente de aire. No es cosa de decir: “Voy a contar un cuento”. Sería como decir:” Voy a hacer un milagro”. Hace falta que llegue su hora y que haya cómplices. El cuento es un misterio que sólo es revelado cuando alguien, tembloroso, se lo cuenta a alguien maravillado. Entonces, cuando está contando, se produce el prodigio: el narrador regala con su palabra su piel, su sangre, su risa, su amor a corazón abierto. Cuando niño, encerré unos gusanos en una caja vacía de cartón. Pasaron unos días y al abrirla apareció una nube apareció una nube de mariposas que volaron al sol. Así son los cuentos: sólo se transforman en el aire, sólo palpitan en el aliento de ese prestidigitador que es el Cuentacuentos”. Jorge Díaz.
La Subsecretaria de Educación Superior invita a los docentes creadores de sueños, de mundos reales o fantaseados, posibles o fabulados, ciertos e inciertos a adentrarse en el misterio del “otro” con el valor de la palabra a través de tantas posibilidades como vidas, espacios, sabores, colores y pensamientos existan.
La reinvención del espacio de producción genuina y creativa de los profesores del Nivel Superior sobre los sincronismos y diacronismos transitados permite tramitar literalmente los tiempos subjetivos y colectivos reconfigurando los relatos a modo de “cuentos”.
Les ofrecemos la lectura de una Hoja de ruta literaria con producciones docentes auténticas que convidan a vivirlos como fundantes de posibles mundos imaginarios. En esta ocasión los Profesores Ana Noemí Luciano; Sonia Cavallero y Rosana Angela Vrech nos convocan a pensar en un cuento que trata de reflejar la experiencia del tiempo docente en épocas de pandemia, con sus dilaciones y demoras.
Mg. Patricia Moscato
Subsecretaría de Educación Superior
"A Destiempo"
El reloj comenzó a apurarse desde el mismo momento en que leyó aquel mensaje: “desde mañana, no deberán asistir al establecimiento”. Esperó cinco minutos interminables. El acostumbrado aluvión de mensajes al grupo de WhatsApp no sucedió. La perplejidad congeló a todos. Pero no al tiempo. Al contrario, el reloj de su escritorio, enmarcado al lado de la foto de un grupo de jóvenes cuya remera tenía la estampa “Promo 2019”, le dijo que habían pasado quince minutos de infructuosa contemplación.
Definitivamente, el reloj se había acelerado. Los minutos duraban menos. O bien, a ella le costaba llegar a tiempo al minuto siguiente, pero los eventos se le adelantaban y la esperaban en el ocaso de las cinco de la tarde.
Una voz la sacó del ensimismamiento que la tenía atada a la pantalla:
-María, ¿vas a comer? preguntó su marido.
Se sentó delante de un plato de sopa fría y un televisor gritón. No se explicaba por qué ante cada afirmación de que era necesario aprovechar la enorme cantidad de tiempo disponible en cuarentena, su reloj se aceleraba cada vez más. Un segundo se comía el día entero. Como venganza ante la carrera acelerada de la vida, perdió algunos instantes mirando la boca de la periodista e imaginando el estado de su tapabocas si lo usaba mientras llevaba puesto ese labial rojo furioso.
Se despabiló. La cena había pasado. El plato se había esfumado arrastrado por la aguja que se movió. María pudo verlo colgado del minutero, chorreando fideos gomosos.
Esa noche tuvo un sueño extraño. Estaba dormida en una playa insólita. Un reloj se derretía sobre ella. De repente, sonó el despertador. Eran las seis de la mañana y se le ocurrió que era un enorme molusco blando. Se rio sola. Un molusco no podía usar el teclado.
Era de noche todavía, pero no. A todos los efectos eran las seis de… la mañana.
Abrió correos, corrigió, envió, cerró. Mientras, entraron los cincuenta correos correspondientes a este minuto y los cincuenta del siguiente y el próximo. Cerró.
Abrió el aula virtual. Cargó un video de veinte minutos que le llevó veinte horas editar. Veinte horas en veinte minutos. Por lo menos los anacronismos se habían vuelto proporcionales. Revisó consultas. Escribió anuncios. Pudo verificar que el resto del mundo seguía en su ritmo habitual, porque las respuestas se dilataban en el tiempo. Lo que pasaba era que ella, ahora, llegaba antes. Los acontecimientos venían después.
Hasta las cinco de la tarde. Allí, todo confluía puntual y las miradas eran poderosas para clavar la aguja del reloj en el momento en que debían estar. Era ese freno abrupto lo que hacía que el fondo de sus clases virtuales fueran un amontonamiento de objetos en equilibrado desorden. Era esa ruptura de la inercia inesperada, pero contundente, lo que hacía que, en torno al discurso cuidadosamente preparado, se agolparan las emociones, la necesidad del abrazo, la búsqueda de las miradas cristalizadas detrás de una cámara, los deseos de arrancarla y tirarla lejos, destrozarla, como si así fuera posible cruzar la ausencia y llegar al minuto que habitaba el otro. Ni siquiera las sonrisas son fieles en ese mundo de pantallas que sólo muestran un fragmento de la historia, un minuto que pensamos que podemos guardar, pero que se va.
Es la hora de mirar y ver en los rostros, de tratar de leer si los otros relojes también se han acelerado, si las respuestas se demoran, no porque los demás conserven el tiempo en el que ella ya no vive, sino porque su reloj también corre mientras el estupor se instala. Es el momento de mirar mirados y María lo hace con voracidad, feroz de saber. Saber si el otro entiende, saber si está, saber si quiere saber, si existe todavía la llama enorme que ardía en la escuela.
Las miradas están, los encuentros llegan mediatizados por una pared de cristal que se vuelve agua. María cree que si estira la mano se mojará. Sí, se mojará en un invierno crudo y despiadado, pero del otro lado encontrará la esperanza, la fe.
Su marido la mira desde la puerta. La va a llamar, pero no lo hace. Se da cuenta de que el minuto siguiente ya ha llegado, pero que ella aún no lo supone. Sí lo sabe su conexión de internet que se ha cortado en un momento al cuál María todavía no llegó.
Profesoras Ana Noemí Luciano; Sonia Cavallero y Rosana Angela Vrech
Se adjunta un archivo haciendo alusión a la representatividad del arte mediante imagénes pertinentes.
Autor/es: | MOSCATO, PATRICIA CAROLINA |