Por una bandera de una Matria.
No busco gloria, sino la unión de los americanos y la prosperidad de la Patria”.
Manuel Belgrano
El siguiente artículo forma parte de las producciones que escriben colegas santafesinos, docentes de nuestros Institutos Superiores, donde se profundiza sobre el legado de Manuel Belgrano en el campo de la educación.
“Fundar escuelas es sembrar en las almas”, una de las frases más conmovedoras de Belgrano, que trasciende las coordenadas del tiempo y el espacio a través de su pronunciación comprometida con una educación en clave de derecho.
Manuel Belgrano surge como el primer estadista-educador de la sociedad criolla pre y pos revolucionaria, entendiendo que la institución escolar constituye una pieza clave de una sociedad moderna. Toda su obra tiene una connotación pedagógica e identitaria que como educadores, es clave valorar.
La creación de la identidad nacional revela el nombre de una Patria para todos, la empatía por la defensa de los derechos de las y los ciudadanos y el pensamiento hacia el otro constituyen a Manuel Belgrano como un hombre de Estado y Revolución con sentido ético político y convicciones profundas.
La Subsecretaría de Educación Superior agradece la generosidad del conocimiento y la disposición a la enseñanza de la historia a través de las palabras del profesor Adrián Linari del ISPI N° 4027 “Inmaculada Concepción” de Romang.
Subsecretaría de Educación Superior.
Mg. Patricia Moscato.
Por una bandera de una Matria.
Autor: Profesor Adrián Linari.
Aclaraciones preliminares
Se me hace que quien se adentra en el territorio de las banderas –como quien se adentra en el territorio de cualquier emblema- tiene que hacerlo poniendo cuidado. En parte, creo, porque es un campo particularmente emocional, y lo que genera o moviliza emociones es un asunto que no se deja problematizar así nomás, un berenjenal. Y en parte porque a todo lo que congrega, cementa y confiere identidad lo anima una suerte de halo metafísico que le confiere una densidad sagrada (como a “la bandera de la Patria mía / del sol nacida que me ha dado Dios”).
No les voy a convidar un texto como los que por lo común acompañan a las efemérides o las conclusiones de una investigación. Lo mío es una reflexión, más bien un sentipensar. Y ya que estoy en el plano de lo personal, aprovecho para adelantarles que tengo entre las canciones que atesoro corazón adentro la Milonga del moro judío, de Jorge Drexler, esa que reza:
“ (…) Perdonen que no me aliste
bajo ninguna bandera.
Vale más cualquier quimera
que un trozo de tela triste (…)”
En resumen, voy a comentarles qué es lo que de la bandera de nosotros me genera resistencia, qué me la vuelve un trozo de tela triste. Y qué es lo que sí me conmueve, qué es lo que también contemplo a través de ella, qué esperanzas me nutre, que en definitiva es lo que suelo compartir en el aula.
Una bandera occidental y cristiana
“En un milico país
no quiero ser yo tu patria”
(Lana, de León Gieco y Lucho Milocco)
¿Qué veo cuando veo la bandera de nosotros? O, mejor, ¿qué oigo cuando veo la bandera de nosotros?
Oigo, por ejemplo, a los pregoneros que a poco de finalizada la llamada “Campaña del Desierto” anunciaban con letras de molde: “Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia”. Y oigo los cuchicheos de las damas de esa sociedad a la hora de darse una vuelta a fin de buscar niños para obsequiarlos como boyeritos y nenas prontas a ser convertidas en mucamas, cocineras o para ejercer algún que otro menester rayano con la servidumbre. Al otro lado de esas voces oigo la desesperación de las madres sureñas que hincadas ruegan que no les arranquen los hijos de los brazos al tiempo que oigo el trajín de los varones que arrastran los pies mientras son arreados a los obrajes del Noroeste como mano de obra esclava.
Oigo el flameo albiceleste mientras siento a los cancerberos de la tradición y el espíritu nacional justificando la aplicación de la Ley de Residencia –la Ley Cané-, esa que sin más trámites autorizaba al Poder Ejecutivo a detener y expulsar a aquellos extranjeros cuya conducta comprometiese “la seguridad nacional”, conducta como la huelga de los inquilinos de los conventillos. Oigo a esos mismos cancerberos refiriéndose a los inmigrantes como a “una masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o de serranías salvajes” una “marea que todo lo invade”. Oigo un eco de esa misma calificación en la voz del diputado que en 1947 se refirió a los migrantes que del interior se trasladaban a la capital como a un “aluvión zoológico”. Oigo la permanencia de ese desprecio en la orden del general que mandó cazar y arrojar en el pleno invierno de un páramo catamarqueño a los mendigos que, al ver de él, afeaban la ciudad de Tucumán, que en aquel 1976 se emperifollaba para los festejos por el día de la independencia. Oigo a Susana Valle gritar en una noche del ‘78 mientras es picaneada sobre la camilla de mármol de una morgue en la que fue esposada para dar a luz. Oigo el llantito del nacimiento prematuro de sus mellizos: oigo al pecho materno recibir el cuerpito del que nació muerto mientras oigo al que nació vivo llorando lejos del alcance de los brazos maternos hasta morir de hipotermia. Más acá, oigo voces que me llegan de la Cámara de Diputados de Mendoza aprobado una resolución que declara al colectivo mapuche como pueblo originario no argentino[1]. Voces que me representan a un discurso hegemónico, canónico, soberbio, indiscutible, cruel. Un discurso fratricida pero tan bien encubierto entre lo celeste y blanco que con apenas un flameo logra incluso la fervorosa adhesión de los mismos desheredados del sistema.
Una bandera que abraza
“Hay más nombres, por supuesto.
Yo soy los que faltan”.
Haroldo Conti: Memoria y celebración.
Siento cierto aquello que Alejandro Dolina escribió en sus “Cartas Marcadas”: “Siempre es recomendable recorrer la vida a contramano, sobre todo si uno sospecha quién ha puesto las flechas del tránsito”.
A contramano de lo que encubre el patriótico discurso de aquel al que no le tiembla el pulso a la hora de esgrimir una picana para defender los valores occidentales y cristianos engalanados de celeste y blanco, oigo el flameo fundacional de la bandera de nosotros. Oigo, por caso, a Manuel Belgrano yendo, en diciembre de 1810, al Paraguay y, de camino, redactar el Reglamento para el Régimen Político y Administrativo y Reforma de los Treinta Pueblos de las Misiones. Ese reglamento que a través de su primer artículo rezaba que “todos los naturales de las Misiones son libres, gozarán de sus propiedades y podrán disponer de ellas como mejor les acomode”. El que en su cuarto artículo afirmaba que “Respecto a haberse declarado en todo iguales a los españoles que hemos tenido la gloria de nacer en el suelo de América, los habilito para todos los empleos civiles, militares, y eclesiásticos". Y que en el quinto prometía que “a los Naturales se les darán gratuitamente las propiedades de las suertes de tierra…".
Oír ese flameo entre igualitario y acogedor, me causa la misma satisfacción que la que me regala la traducción de la bandera belgraniana que es la bandera de la Liga de los Pueblos Libres. Esa representada en la carta que el 3 de mayo de 1815 escribió José de Artigas para decir: “Yo deseo que los indios en sus pueblos se gobiernen por sí, para que cuiden sus intereses como nosotros los nuestros. Así experimentarán la felicidad práctica y saldrán de aquel estado de aniquilamiento a que los sujeta la desgracia. Recordemos que ellos tienen el principal derecho y que sería una degradación vergonzosa para nosotros, mantenerlos en aquella exclusión que hasta hoy han padecido por ser indianos…”. Representada también en el Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus Hacendados que decretaba la confiscación de propiedades de “malos europeos y peores americanos” para distribuirlas entre “los negros libres, los zambos de toda clase, los indios y criollos pobres” a partir del criterio en el que “los más infelices serán los más privilegiados”.
En conclusión…
“(…) y el pueblo llene las calles vacías
con sus frescas y firmes dimensiones.
Aquí está mi ternura para entonces.
La conocéis, no tengo otra bandera”
(Pablo Neruda: “El pueblo victorioso”.
Más voces oigo, pero con estas creo que ya es bastante para expresarles lo que les quería decir. Y les quería decir que, en definitiva, mientras hay un uso de la bandera que, como al moro judío de la milonga, me genera recelo, hay un flameo que me acerca a ese territorio representado por el concepto de Matria, la madre nutricia que acoge y abriga. Una bandera abierta al otro, como una representación de un mundo en el que quepan todos los mundos y, una vez dentro, se sientan a gusto. A esa sí la quiero. Entrañablemente.
[1] Hasta 1933, el director de cine Fritz Lang había dirigido Metrópolis, La mujer en la Luna y El testamento del Dr. Mabuse. Cuando terminó el último rodaje, Goebbels le ofreció hacerse cargo de la dirección de la UFA (el estudio cinematográfico más importante de Alemania). El director, atónito, respondió que su madre era judía y que varias de sus producciones habían sido abiertamente criticadas por los nazis. "Nosotros decidimos quién es ario y quién no", le contestó el ministro de Propaganda del Tercer Reich.
“La historia nunca se repite, pero muchas veces rima”, escribió Mark Twain.
Autor/es: | LEONETTI, GISELLE EDIT |