Los docentes como escritores. Una ventana por donde entrar a “Caleidoscopio: escrituras desde territorios educativos”.
“La escritura es la pintura de la voz”.
François Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778).
Pensar la escritura como un acto sublimatorio en sí mismo es una manera de tramitación de diversas escenas y escenarios pedagógicos que ligan la posibilidad de producción colectiva como constructo estético.
El deslizamiento de las miradas en el recorrido de la lectura con la mediación de lo imaginario invita a bordear la metonimia y la metáfora en el campo de lo poiético.
Se dignifica y significa el velo estético en la producción de los sujetos cuando capturan la palabra escrita habilitando el lazo con el otro. Al mismo tiempo representada en las semánticas sucesivas de la actividad creadora que se percibe por los sentidos y se representa en el lenguaje potente del acto creador y seductor del discurso escrito.
La seducción de las palabras escritas como vía sublimatoria de expresión creadora en voces plurales y comunitarias como texto social es una invitación que el presente texto realiza, habilitando la curiosidad y propiciando el encuentro.
La Subsecretaria de Educación Superior tiene el agrado de invitar a la lectura caleisdoscópica desde la escritura colectiva múltiple y diversa con el aroma a tinta renovada a través de “Los docentes como escritores. Una ventana por donde entrar a “Caleidoscopio: escrituras desde territorios educativos” con la generosidad de la profesora Olga Biasioli; psicopedagoga María Belén Sanchez, profesor Miguel Ángel Gómez; profesor Gastón Arroyo y profesor Adrián Galfrascoli .
Subsecretaría de Educación Superior.
Mg. Patricia Moscato.
Los docentes como escritores. Una ventana por donde entrar a “Caleidoscopio: escrituras desde territorios educativos”.
Caleidoscopio… es un libro escrito por docentes del norte santafesino. Cada uno de ellos tiene una historia personal y profesional singular: Olga Biasioli es maestra de larga trayectoria, supervisora titular de la Delegación II y coordinadora pedagógica; María Belén Sanchez es psicopedagoga, se desempeña en la Escuela especial Nº 2131, pero, es docente, además, en la Universidad Católica de Santa Fe y en la UTN; Miguel Ángel Gómez es maestro y profesor de Ciencias de la Educación, formador de formadores en el Colegio Superior Nº 42, de Vera; Gastón Arroyo es profesor en Economía, investigador e impulsor de la Economía Social; y, quien suscribe, Adrián Galfrascoli es profesor en Ciencias Naturales, dedicado a la didáctica de las ciencias en el Instituto Superior de Profesorado Nº 4, de Reconquista.
Como lo sugiere el título del libro, los cinco docentes-autores hicimos un esfuerzo por escribir colectivamente sin sacrificar, en el proceso, nuestra singularidad. En esta entrada del Blog de Educación Superior no pretendemos reproducir el prólogo de esta obra que, por otra parte, escribió con tanta generosidad la Dra. Graciela Frigerio; tampoco es nuestra intención hacer una presentación del libro o un resumen de él. Esta entrada no es sino una invitación-provocación que hago-hacemos a otros docentes de nuestra provincia: una invitación a la escritura. Advertidos de esto no nos queda más que poner a rodar la palabra…
Una invitación a la escritura
Leer es una experiencia fascinante. Sin dudas, la lectura nos abre horizontes inimaginables porque nos permite acceder al conocimiento y aprender de otros y con otros mientras leemos. Pero cuando se trata de leer literatura hasta la línea del horizonte desaparece, se desvanece a medida que nos sumergimos en las historias que nos cuentan las palabras sin ellas saberlo; y desaparecen con el horizonte los límites que nos impone la razón y podemos desprendernos de la gravedad de nuestro cuerpo y volar etéreos hacia donde la imaginación y el sinsentido nos lleven.
En este mismo momento el lector puede recordar el goce de dar vuelta la hoja de un libro nuevo, percibir el aroma a tinta fresca, recorrer el borde de sus páginas con las yemas de los dedos y dejarse llevar a otros mundos.
Sin dudas, la lectura es una experiencia fascinante. Pero sólo aquellos que tuvieron la oportunidad que se nos presentó a los autores de Caleidoscopio: escrituras desde territorios educativos podrán decir que la experiencia de escribir también es fascinante. Hay quienes afirman que la escritura tiene una función epistémica, que quien escribe aprende en el ejercicio mismo de escribir. Y algo de razón deben tener quienes piensan así, porque cuando uno escribe se ve en la obligación de reflexionar sobre sus propias ideas, el pensamiento va cobrando entidad y se complejiza mientras las vamos ordenando, articulando y entretejiendo.
Escribir es fascinante, pero también es agotador. Cuando el lector toma un libro del estante difícilmente se ponga a pensar sobre el trabajo que hay detrás de esas palabras y de esas ideas tan bellamente entramadas. El lector podrá preguntarse ¿será interesante esta novela? ¿tendrá final abierto y me dejará con ganas de saber qué pasó? ¿qué dice sobre mí y sobre el mundo la historia plasmada en este clásico? ¿será original esta tesis? ¿estarán bien argumentadas las ideas que propone? entre otros interrogantes. No suele preguntarse, por ejemplo, ¿cuántas hojas descartó el escritor antes de esta versión? ¿cómo hizo para evadir el síndrome de la hoja en blanco? ¿habrá escrito esta novela de una sola vez? ¿escribió primero el capítulo uno y, luego, los otros de manera ordenada? ¿Hay un orden canónico para escribir una novela? ¿Dónde escribió estas páginas? ¿Quién lo habrá acompañado mientras usaba el teclado? ¿El que escribe, escribe solo?
El proceso de escritura puede compararse con el trabajo del artista plástico que, con mano diestra, unta pinceles en potes rebosantes de óleos de colores para herir el lienzo virgen con trazos gruesos y de los otros, con líneas blandas y también con aquéllas que convergen en el infinito y que tanto gustan a los matemáticos, con puntos y salpicaduras, con algunas gotas y más salpicaduras. El pincel del artista y la pluma del escritor se parecen en el fundo.
Hay quienes creen que los grandes pintores son maestros ilusionistas; expertos en guardar secretos, secretos que se revelan después de muchos años o se pierden para siempre. Esconder un secreto es parecido a enterrar un tesoro. El Capitán Flint, por ejemplo, ha sabido esconder su oro a gran profundidad bajo un árbol en una lejana isla. El maestro pintor esconde sus secretos bajo capas de pintura, las pinceladas cargadas de óleo reemplazan a las palas, pero son igualmente eficientes. Así, para la mirada escrutadora de quien puede ver bajo capas y capas de pintura se esconden bocetos, manchas, errores, esbozos y amores de primavera. El pintor puede corregir una mala pincelada con otra pincelada, al escritor en cambio, no le queda más remedio que arrojar el manuscrito al cesto y volver a comenzar tozudamente haciéndole frente al pliego vacío. Escribir es fascinante, pero también puede ser agotador.
Los textos que presentamos en Caleidoscopio…, por ejemplo, son como las pinturas ésas, que están expuestas en los grandes museos: obras que esconden entre estratos de pintura, algunos deslices o ciertas heridas infringidas al lienzo por las manos que usaron el pincel, que permanecen ocultos como misterios esperando ser develados. Cada capítulo es sólo una versión. Hubo muchos bocetos y borradores antes de que saliera de imprenta ésta que el lector tiene entre sus manos. Esas versiones o borradores de nuestro trabajo, que hemos desechado por incompletas, por esquivas o confusas, permanecerán en el anonimato para todos, excepto para las manos que presionaron el teclado. Que sean ignoradas por todos quienes se acercan a este libro no deshace el esfuerzo que invertimos en escribirlas, tampoco diluye el amor que todo escritor siente por su texto; aunque incompletas o confusas, esas líneas escritas en los primeros borradores enamoran a quien las escribe. El escritor renuncia a ellas aunque sufra con ese desprendimiento porque sabe que esas ideas en unas pocas hojas de papel son sólo precursores, que después de ellas vendrá una versión mejor. Con esa misma certeza, los autores de los textos que ponemos a circular aquí sabemos que no son un producto final, sino una fase, un estadio. Seguramente, en un año o dos, los leeremos y querremos cambiar, quitar o agregar algunas ideas que, por escritas, se resisten al paso del tiempo.
Un texto puede ser considerado por algunos como algo estático, pero el proceso de escritura y el pensamiento mismo, de seguro, no lo son. Permitámonos poner en suspenso aquella consideración afirmando que el texto es movimiento aunque el objeto que lo porta no lo sea. El texto es movimiento porque cobra existencia en la relación dialéctica entre lector y escritor en la que el papel y los signos que transporta son sólo un artefacto/instrumento/herramienta de conjunción (no de mediación sino de conjunción porque reúne o convoca dos planos distintos en una sola dimensión). Un texto es un ente estático sólo cuando se encuentra ante un lector al que no puede conmover. Y, sin embargo, todo lector, aunque se resista al texto, aunque reniegue de él, aunque pretenda ignorarlo, en tanto sujeto que es, se deja conmover. Entonces ¿podríamos decir que no existe el texto estático, objeto inerte que no conjunta? Tenemos que reconocer, con dolor, que existen casos en los que el texto sólo es un montón de hojas inertes.
Expliquémonos mejor apelando a un texto en movimiento: sólo un pequeño fragmento de Cortazar titulado El diario a diario. Las escenas que construimos cuando nos ponemos en contacto con este fragmento nos llevan a maravillarnos con las profundas y excitantes metamorfosis que experimentan un montón de hojas impresas cuando, ocasionales lectores, lo toman en el tranvía o en un banco de la plaza. El Señor, el Muchacho y la Anciana se dejan conmover por ese montón de hojas impresas y cuando lo toman y lo leen, ese manojo de hojas impresas se transforma, mágicamente, en un diario. Cuando ese texto/diario pierde su encanto, cuando mengua su capacidad para conmover a los lectores se transforma nuevamente en ese montón de hojas impresas. Y no tiene otro destino más que empaquetar medio kilo de acelgas. ¡Vaya agonía la del montón de hojas impresas!
En este relato vemos la dialéctica de la relación de conjunción lector y texto: el lector es tal sólo cuando se deja seducir por el texto. Y, el diario, sólo es un montón de hojas impresas, en ausencia del lector. El diario es texto en movimiento, mientras que las hojas impresas son un objeto estático. Cuando el diario pierde su esencia sobreviene la agonía de las hojas impresas. Pero la agonía es social cuando el que toma las hojas impresas es analfabeto. Éste es un hecho escandaloso y doloroso a la vez, que se sigue presentando ya avanzado el siglo veintiuno. Y constituye, a nuestro entender, el único caso en que el diario y las hojas que lo portan son entes inertes y estáticos. No por una propiedad inherente a ellos sino por la condición de opresión que apremia al hombre y a la mujer analfabetos. El analfabetismo, aunque sea el de unos pocos prójimos, es algo que debe dolernos a todos, porque si las personas que aún no saben leer y escribir hubieran tenido el acompañamiento oportuno, podrían animar el montón de hojas sueltas, darles vida, ponerlas en movimiento. ¿Podríamos, acaso, permanecer impávidos ante la maravilla de ese encuentro entre texto y lector?
Los autores de Caleidoscopio… intentamos construir un objeto de conjunción, un texto que, aunque imperfecto y siempre inacabado, pueda conmover al lector. No buscamos con ello convencerlo de nada, no pretendemos, tampoco, instruirlo ni iluminarlo. Pretendemos generar una dialéctica que nos transforme a ambos. La conmoción que buscamos generar la entendemos como una invitación a la lectura primero y a la escritura después.
La invitación que hacemos al lector es una provocación. Queremos que nos lea desde una perspectiva crítica, que recorra las líneas que plasman nuestras ideas y se sienta en libertad para cuestionarlas, para apropiárselas, para transformarlas o para descartarlas. Ojalá que se presenten ocasiones para dialogar sobre lo que el lector ha hecho con esas ideas, para conversar sobre lo que éstas hayan provocado y dejarnos invitar, también nosotros, a participar de otros puntos de vista, de otras miradas y pareceres. Seguro, nos enriqueceríamos en esos encuentros, si se produjeran.
La conmoción que buscamos generar es también un desafío a la escritura. Cuando uno produce un texto de ficción crea todo un universo de posibilidades. En la ficción todo puede suceder, hasta lo inverosímil puede cobrar entidad propia y volverse real, tangible, pero esa realidad falaz se desvanece al cerrar el libro. Quien lee puede volver al lugar donde dejó el señalador guardado entre páginas cuando quiera, para dejarse seducir nuevamente por esa realidad onírica donde lo inesperado se puede presentar. Cuando el escritor de ficción logra construir este universo paralelo, crea y recrea la cultura, apelando a un sinnúmero de recursos que no están sometidos al escrutinio de la racionalidad epistemológica, porque sabemos de antemano que se trata de un texto de ficción. Podrá ser juzgado desde otra racionalidad, pero no desde la que busca determinar la exactitud y la verosimilitud de los enunciados. En cambio, cuando un escritor se dispone a elaborar un texto académico hace un esfuerzo consciente por desterrar de sus párrafos todo rastro de inverosimilitud, busca sistemáticamente eliminar la ambigüedad y ganar precisión. Esto no niega la naturaleza subjetiva de quien escribe textos que pretenden catalogarse como científicos, académicos o no ficcionales, como los que producimos quienes hacemos investigación educativa. Por el contrario, el escritor es antes que nada sujeto, y como reconocemos nuestra esencia subjetiva los que escribimos textos académicos dedicamos tiempo y esfuerzo en un proceso de vigilancia epistemológica que pretende garantizar que algo del orden de lo escrito represente, más o menos fielmente, algo del orden de lo real. Así, este ejercicio de autoevaluación de lo que escribimos transforma nuestra propia perspectiva, mejora nuestro pensamiento, lo enriquece y nos transforma. Como nosotros, muchos educadores son ávidos lectores, pero pocos se animan a escribir y menos son los que lo hacen asiduamente. Este texto es una invitación que hacemos especialmente a esos docentes que tienen ganas de escribir y aún no se deciden. Es una invitación a equivocarse escribiendo y a esconder, ya no entre capas de pintura, sino entre estratos de celulosa y de tinta reseca, esos secretos que permanecerán ignorados, hasta que salga a la luz aquella versión que contenga la bella prosa que los enamore. Queremos animarlos a hacerlo porque sabemos que, aunque es un trabajo que requiere esfuerzo, también produce intensa emoción.
Escribir puede parecer una tarea solitaria. Y, de hecho, la mayoría de las veces uno escribe solo. Cuando el escritor se posiciona frente al monitor, la hoja de Word en blanco y el teclado dispuesto, la mayoría de las veces se encuentra sólo consigo mismo. Mientras escribe, va dialogando con una voz interior que lo acompaña desde que tiene memoria, con ella discute, se pregunta, duda o confirma. El que escribe se acostumbra a dialogar con ese otro interno porque se conocen bien, cada uno sabe cómo piensa el otro porque se acompañan desde que tienen memoria. El escritor y su voz interna se entienden a la perfección, tanto que, a veces, eso le juega en contra. Hay quienes afirman que, a medida que el niño va apropiándose del lenguaje, a medida que esta herramienta simbólica va interiorizándose, se producen ciertos cambios en el sujeto que permiten afirmar la existencia de un lenguaje interior o pensamiento verbal. Una de las características singulares de esta voz interior es la predicatividad, es decir, la inclinación a omitir el sujeto de la oración cuando uno habla consigo mismo. En otras palabras, cuando uno habla consigo mismo sobre un tema, omite mucha información relevante porque sabe que el hablante interior ya la conoce. Pero cuando uno escribe, generalmente lo hace para un otro ausente, muchas veces desconocido, por lo que debe hacer un esfuerzo consciente por exponer toda la información necesaria, por ordenarla de tal manera que el otro (que no conoce todo, porque no participa del diálogo interior) pueda efectivamente comprender lo que queremos comunicar.
Escribir puede parecer una tarea solitaria como la que practican los deportistas individuales. En un deporte individual, el atleta se encuentra solo en el espacio y tiene que enfrentar una prueba psicomotriz que asume como desafío. Así, por ejemplo, el que practica alpinismo, salto, tiro, gimnasia artística, por mencionar algunos deportes individuales, se ve impulsado a superarse a sí mismo. Pero, por extraño que parezca, hay ocasiones en que el proceso de escritura se parece más al básquet que a un deporte individual. En estas ocasiones, los escritores deben poder jugar en equipo. En estos casos, no hay pelota ni aro, se juega con las letras y las palabras, con las ideas, los significantes y los sentidos elaborados, en una cancha que tiene sus reglas sintácticas y su semántica propia. Como ocurre con los niños y las niñas de los semilleros en el básquet, los escritores deben aprender a escribir en equipo. Como todo aprendizaje, se trata de un proceso largo en el que no hay un momento en que podamos afirmar: “¡lo logramos!, ya sabemos escribir en equipo”. Esto es así porque el escribir y el aprender no constituyen un estado, sino un estar siendo diacrónico y, porque uno puede escribir colectivamente con diferentes personas y cada grupo es una configuración social singular.
Para los que practicamos el deporte de escribir, la escritura en equipo supone un reto mayor que la escritura solitaria porque esta práctica, desarrollada colectivamente, supone construir acuerdos que van desde los más básicos como las normas de escritura, hasta los más complejos, como el enfoque y las posturas ideológicas. La tarea que se desarrolla en grupos de escritura puede asumir la forma de un trabajo cooperativo en el que cada integrante se responsabiliza de la elaboración de una parte del texto que, luego, se articula con las demás, para conseguir el producto final. También puede ser concebido como un trabajo colaborativo, que resulta más exigente, porque supone que tanto el proceso de escritura como el texto final constituyen elementos irreductibles a las individualidades de los escribientes. El trabajo que se concreta en Caleidoscopio… tiene un poco de las dos. Si hemos de ser sinceros con nosotros mismos y con los lectores debemos admitir que se trata más de una obra cooperativa en la que cada uno de los autores ha hecho un esfuerzo personal por escribir sobre un tema amplio común, el educativo. Pero lo ha hecho desde un campo disciplinar específico: el de las didácticas específicas (como lo hace Gastón Arroyo y quien suscribe) o el de las políticas públicas (como los textos de María Belén Sanchez, Olga Biasioli o Miguel Ángel Gómez). Este hecho no le resta valor a la obra, porque reconocemos en la educación un objeto complejo y heterogéneo, que se resiste a abordajes totalizadores. Lo común de la obra está constituido por el eje puesto en lo educativo, la mirada de autores del norte santafesino, la reflexión de docentes en ejercicio, que han desarrollado estudios de posgrado y que pretenden socializar lo aprendido.
Este libro es como un caleidoscopio, un texto múltiple y diverso, dinámico en las manos del lector; un escrito elaborado colectivamente, que pone a circular ideas que los autores hemos ido entramando en nuestros estudios de maestría. Es una invitación y una provocación a la vez, una animación a la lectura y a la escritura que está allí, para que el lector desprevenido se sienta tentado de tomarlo y hacerlo propio.
La viñeta que se encuentra en el cuerpo del texto es de Ricardo Liniers:
https://www.comunidadbaratz.com/blog/19-vinetas-de-liniers-que-representan-perfectamente-la-pasion-hacia-los-libros-y-la-lectura/
Autor/es: | LEONETTI, GISELLE EDIT |